
El ascenso a primera del 2009 en la pluma de Enrique Jorge Symns un artista ricotero ex patricio rey de aguante funebrero a full
A los ocho o nueve años, la radio era mi mejor compañera.
Nunca más volví a tener esa clase de amistades invisibles que me visitaban desde fabulares distancias. La televisión nos arrancó los ojos de la imaginación, fue como un maligno trífido catódico.
Por las tardes escuchaba las heroicidades de “El inglés de los huesos”(un exitoso radioteatro) y festejaba como un indio ingenuo las andanzas de ese ingresito presumido, invencible con el facón y siempre dispuesto a humillar en los duelos a los más grandes malevos y cuchilleros de nuestra tierra.
A las diez de la noche, la casa en silencio y en sombras, escondido bajo las frazadas y con el velador encendido, aterrorizado, me introducía en las tenebrosas producciones de Narciso Ibañez Menta.
Me gustaba Frank Sinatra, Smith y sus pelirrojos y una niña de voz escalofriante que se llamaba Brenda Lee; pero los sábados para hacerle compañía a mi tía me aburría soberanamente hasta la madrugada con los “Grandes Valores del Tango”. Para mi el verdadero Gardel era Sinatra. Y los domingos, por culpa de las transmisiones de Lalo Pelicale me hice hincha de River. Mi padre era de Independiente, pero nunca me influenció por que desapareció de mi vida durante casi ocho años, cuando lo nombraron Intendente de Bahía Blanca.
La radio me hizo fan de River, pero la calle me permitió darme cuenta de que la peste del fútbol eran los clubes grandes que ganaban los partidos porque tenían plata.
Si sos de Varela tenés que ser hincha de Defensa y Justicia, y no andar disfrazado con una ridícula camiseta del Manchester. Y si estás en Madrid lo tuyo es el Rayo Vallecano.
A los diez u once años empecé a ir a la cancha. Me llevaba y me cuidaba mi tío Atilio, quien vivía cerca de la cancha de Témperley y le gustaba ese equipo.
Pero los domingos, me pasaba a buscar por mi casa en Monte Grande, en un enorme fortacho, para llevarme hasta la cancha de Chacarita.
En el viaje me hacía cagar de risa. Esas carcajadas que te asfixian y que no podés contener. En mi casa no se decía “pis”, sino “pi-pi” y Atilio, con la ventanilla abierta, no paraba de insultar a los hombres y de piropear groseramente a las mujeres. Era tan diestro en el arte de putear que lograba construir oraciones completas solamente con puteadas. .
Coqueteaba con Temperley, pero Chacarita era el amor de su vida.
En el auto también viajaba el Negro Pereyra, un ladrón pesado, prófugo de la ley y muy amigo de mi papá. Cuando éste se fue a Bahía Blanca, le dio conchabo en mi casa a pesar del rechazo y terror de las mujeres. El Negro siempre andaba calzado, olfateando a los tiras. Yo lo adoraba porque era malo con casi toda la gente, pero muy cariñoso conmigo. Durante unos meses salimos todos los domingos.
Íbamos a la cancha de San Lorenzo, de Huracán, a la de Chaca o la de Atlanta. Me acostumbré tanto al tablón y a la tribuna de baja estatura que cuando me llevaron por primera vez al Monumental (fue un partido inolvidable, Racing nos ganaba 2 a 0 y en los últimos diez minutos le metimos 4) no solo me aterró el vértigo sino que además no veía un carajo, y si la gente gritaba gol o penal , yo los imitaba pero sin comprender la jugada y a veces sin identificar a los jugadores.
El recuerdo del tablón a veces me invade como un sueño, y en los anocheceres primaverales, me llega el aroma de los eucaliptos que despedían las estufas y el atardecer cubierto con la mágica luz de las luciérnagas
En los cuatro o cinco partidos que vi a Chaca, nunca tuve miedo.
El miedo lo perdí en la cancha de Huracán en un partido con River que era decisivo. En la tribuna visitante no había más lugar, así que terminamos sumergidos en el enjambre de la hinchada enemiga. Mis protectores me ordenaron que no se me ocurriera gritar un gol de River. El primer gol millonario fue de penal así que ni siquiera me moví. Pero el segundo, una endiablada jugada del puntero derecho uruguayo Domingo Pérez que terminó en un golazo. No pude contener el grito de gol. Enseguida la ola de puteadas comenzó a buscarme entre la multitud.
La búsqueda se interrumpió cuando Atilio, el Negro y un tipo al que llamaban Mosaico se agarraron fieramente a trompadas con los hinchas del globo. El derroche de sangre provocó un vacío a nuestro alrededor y esa tarde supe que jamás me pasaría nada mientras me protegieran aquellas fieras.
Según decían, el Mosaico era un anarco pesado que trabajaba y militaba en el puerto. Era fanático de Chaca. Más que hincha era militante. Para Mosaico, Chacarita era una sede del anarquismo porque afirmaba que había sido fundado por chacareros ácratas
Han pasado más de 50 años de aquellos domingos alucinantes que yo esperaba impaciente durante toda la semana. Nunca dejé de añorar a tres clubes que desaparecieron de primera división: Platense, Atlanta y Chacarita.
El ascenso funebrero de este 8 de junio es como el retorno de las hordas de Atila. El futbol no pertenece a los dirigentes ni tiene nada que ver con una institución. Cada vez tiene menos que ver con los jugadores siempre acechando las transferencias y con más amor al dinero que pasión por la camiseta.
Los auténticos protagonistas son los hinchas. Las hinchadas forman parte de la aristocracia. Como en los prehistóricos clanes constituidos por el totemismo exogámico, formar parte de una hinchada es la auténtica patria que sobrevive a los tiempos.
No me simpatizan los Borrachos del tablón y mucho menos el populismo bostero. Ser hincha de un club grande y millonario no tiene recompensa. Es solamente facilismo triunfalista.
Afortunadamente, desde San Martín, los funebreros vamos a tener la oportunidad de ser testigos de ese resplandor legendario que regresa desde el pasado.

Tricolor descontrolado
Por ENRIQUE SYMNS
Para Revista Un Caño
2009, septiembre, edición 17