EL GOLPE CIVICO MILITAR DEL 24 DE MARZO DE 1976


24 de marzo de 2011 

Hace 35 años las corporaciones económicas, los sectores civiles subordinados a ellas y los grandes medios monopólicos de prensa, conjuntamente con las Fuerzas Armadas asaltaron los poderes del estado, derribaron a un gobierno elegido por el 62% de los argentinos e instalaron la dictadura terrorista más cruel y homicida de toda la historia argentina 



FUE UN GOLPE CIVICO-MILITAR 

Hasta hace unos años, la historia del 24 de marzo del ’76 se contaba incompleta. Ese relato más o menos oficializado hacía eje en la naturaleza psicológica de los represores para explicar el secuestro, la tortura y la desaparición de una generación completa de argentinos. Todo era culpa, según esta versión, del sadismo de los militares, que un día por la mañana, mientras tomaban el mate cocido cuartelero de rigor, habían decidido copiar a los nazis, sin que mediara más que la sola voluntad de hacer el mal, mucho mal. La maquinaria de terror impuesta desde el Estado, entonces, era producto de la voluntad de un grupo uniformado por descender a los más bajos escalones de la condición humana, animados por el perverso placer que les provocaba el uso masivo de la capucha y la picana. 

Esta versión parcial e insuficiente, durante décadas, permitió que la sociedad conviviera con el juicio a los ejecutores materiales del horror, sin cuestionar a los verdaderos beneficiarios de la tragedia: las empresas privadas, las grandes familias tradicionales de clase alta e instituciones particulares que reformatearon a un país entero a la medida de sus necesidades, gracias a que otros hacían el trabajo sucio de arrojar gente viva al Río de la Plata. 

Son los mismos que hoy se llenan la boca tomándole exámenes de sangre a la democracia y a la política. Los mismos que gritan desde tribunales por la independencia de poderes mientras se someten por vía de cautelares insólitas a los poderes privados. Los mismos grupos concentrados que chillan de odio cuando el Estado de la democracia, ya no el de los genocidas, les exige que paguen sus impuestos y las retenciones, como cualquier hijo de vecino. 

El Estado genocida tuvo muchos oficialistas. Y los sigue teniendo: sobreviven como herencia maldita en los diarios hegemónicos, en la justicia que todavía no condena a los represores militares y a sus cómplices civiles, en los grupos empresarios que no toleran un país con sindicatos y paritarias, en los grandes circuitos de formación de opinión que trabajan de modo incansable para que nada cambie, porque el cambio cuestiona los privilegios de los patrones que los emplean. 

EL VERDADERO DIA "D 

No había pasado la primera media hora del 24 de marzo de 1976 cuando Isabel Perón apoyó sus manos sobre la larga mesa y dio por terminada la última reunión de gabinete de su atacado gobierno con una frase esperanzada: “La seguimos mañana.” Inmediatamente se encaminó a la terraza de la Casa Rosada para abordar el helicóptero que debía trasladarla a Olivos. La acompañaban su secretario privado, Julio González; el jefe de su custodia personal, el suboficial retirado de policía Rafael Luisi; el edecán naval, el capitán de fragata Ernesto Diamante y el oficial principal de la Policía Federal, Mariano Troncoso. Dos pilotos de la Fuerza Aérea esperaban al comando del helicóptero. Isabel fue la primera en subir y acomodarse extenuada en su asiento. Era la enésima vez que le anunciaban un golpe. Pero tras discutir con los tres jefes militares –Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti– el ministro de Defensa, Alberto Deheza, le había dicho que se había abierto un compás de espera. Los últimos tres meses habían sido dramáticos. 

La ofensiva desestabilizadora de los golpistas contra el gobierno peronista era tremenda. 

En diciembre de 1975 había fracasado el intento golpista del brigadier ultra católico y ultranacionalista Jesús O. Capellini, que demostró que podía ahogarse cualquier tipo de resistencia popular. 

En Nochebuena de ese mismo año, Videla había amenazado al gobierno desde los montes tucumanos. En la víspera de Reyes de 1976, los tres comandantes militares habían exigido en Olivos la renuncia de Isabel Perón a la presidencia del país con veladas amenazas de fusilarla si se negaba. 

En los primeros días de febrero, el general Roberto Viola terminó de redactar la orden de batalla del golpe. El olor a pólvora y sangre se percibía a varias cuadras de los cuarteles. 

Dos días después de la desestabilizadora huelga patronal llevada a cabo contra el gobierno peronista por la Sociedad Rural, la Unión Industrial Argentina y los principales bancos privados con el apoyo propagandístico de los diarios La Nación y Clarín y el apoyo de estrellas televisivas como Bernardo Neustadt y Mirta Legrand, el 16 de febrero, Videla presidió una hermética reunión de mandos tras la cual el jefe de los espías, el general Otto Paladino, le trasmitió a Isabel Perón que si no renunciaba, el golpe sería inevitable. 

La presidente rechazó el ultimátum, volvió a repertirles que no se postularía para un nuevo mandato en la elección presidencial de fin de ese año 1976 y les advirtió que sabía que ellos y sus mandantes venían por el país para entregarlo a los de afuera y que estaban decididos a bañarlo en sangre con tal de lograr sus objetivos antinacionales. 

El 23 de febrero, el ministro de Defensa Deheza les pidió una definición a los comandantes, luego que Ricardo Balbín le dijera a sus diputados de la UCR que si la presidenta no renunciaba, el golpe sería irreversible y ellos no moverían un dedo para evitarlo. 

Videla le dijo al ministro que el Ejército tendría “la obligación irrenunciable de intervenir”, si el poder político dejara un vacío que sería ocupado por la subversión y el terrorismo. Los tres comandantes militares criticaron la situación económica, la inflación, el desequilibrio de la balanza de pagos y el “desborde sindical” de la CGT y las 62 Organizaciones Peronistas. Agregaron que “ni siquiera tiene el apoyo de su propio partido” en una clara alusión al gobernador bonaerense Victorio Calabró que desde hacía meses estaba involucrado en el golpe contra Isabel Perón.

Para entonces, el embajador de los Estados Unidos, Robert Hill, ya sabía que el presidente sería Videla, mientras que el embajador del vaticano Monseñor Pio Laghi tenía el dato de que Isabel quedaría presa en un centro militar en lugar de ser fusilada. 

Los rumores golpistas habían comenzado cuando Perón agonizaba y un editorial del New York Times dada credibilidad a la posibilidad de que los militares volvieran a gobernar la Argentina. Pero sólo los tres cabecillas militares y sus cómplices civiles sabían cuándo sería el “Día D”. 

En el asiento del helicóptero, Isabel pensaba en la barbarie que se avecinaba si el golpe cívico-militar triunfaba. Cuando la máquina despegó de la terraza de la Casa Rosada, uno de los pilotos trasmitió el movimiento por radio. Del otro lado, el general Rogelio Villarreal, el almirante Pedro Santamaría y el brigadier Basilio Lami Dozo recibieron con alivio el aviso que esperaban en el sector militar de Aeroparque.

Si la presidenta decidía dormir en la Rosada, hubieran tenido que atacar la Casa de Gobierno con tanques y tropas de Palermo. En cambio, al secuestrarla en pleno vuelo, evitaban cualquier posibilidad de un martirio presidencial al estilo de Salvador Allende. 

Al sobrevolar la costa del Río de la Plata, el helicóptero comenzó a vibrar más de lo habitual y a perder altura. Los pilotos mintieron sobre que se había plantado un motor y que descenderían en Aeroparque. El aparato se posó sobre la oscura pista a las 0:50. Luisi y González sospecharon algo: el suboficial acarició la pistola y el secretario el revolver que siempre lo acompañaba. Convinieron con Isabel en aguardar dentro de la nave hasta que llegaran los automóviles que los trasladarían a Olivos pero cansados de la espera bajaron a pedir explicaciones. 

La presidenta ingresó a la pequeña oficina en la que esperaban Villarreal, Santamaría y Lami Dozo, pero los integrantes civiles de su comitiva fueron reducidos a punta de pistola por un pelotón de oficiales y suboficiales disfrazados como conscriptos aeronáuticos. Los tres sublevados se pusieron de pie e Isabel se sentó en el borde de un sillón con la espalda erguida y los miró inquisitivamente. Villarreal tampoco le sacaba la vista de encima a Isabel porque le habían advertido que la Presidenta solía estar armada con un revólver en la cartera que apretaba sobre su falda. 

El general juntó fuerzas para decir lo que había ensayado varias veces en esos días: 

– Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada. 

Estoy preparada para que hagan conmigo lo que dispongan – dijo con dignidad Isabel. 

– Nuestra presencia aquí tiene por fin garantizar su seguridad personal – la tranquilizó el general. 

¿Ah si? No me digan. Entonces ¿Se puede saber que harán conmigo? 

– La trasladaremos detenida al sur. 

Mi marido siempre me decía que confiara en el Ejército y ahora ustedes me traicionan... 

– No se trata de una decisión del Ejército, sino de las Fuerzas Armadas. 

Miren, la guerrilla está derrotada hace meses, ustedes saben que ha quedada reducida a un tema de simple represión policial y ustedes como militares lo saben muy bien. Pero necesitan del cuco de la subversión para justificar este golpe contra el país. Ustedes actúan por otros más poderosos que vienen por el país para entregarlo a los de afuera y de ser necesario van a bañar de sangre a la Argentina. No tienen perdón de Dios

– Tenemos puntos de vista distintos, señora. La visión de las Fuerzas Armadas es muy diferente. 

General, ¿usted tiene hijos? 

– Sí. Es por ellos que asumo esta responsabilidad con total decisión. 

Ustedes harán correr ríos de sangre y tarde o temprano el pueblo argentino se los va a hacer pagar

Poco después de las 2 de la mañana, el Fókker T-02 presidencial despegó del Aeroparque rumbo al aeropuerto de San Carlos de Bariloche, con una sola prisionera, la Presidenta Isabel Perón a quién tendrían presa los siguientes seis años mientras la dictadura cívico-militar, con el beneplácito de la Sociedad Rural, la UIA, la city bancaria, las grandes empresas extranjeras y "nacionales" y el silencio cómplice de la prensa como Clarín y La Nación, se dedicaba a asesinar y desaparecer a 30.000 ciudadanos argentinos, encarcelar a otros 100.000 más y obligar a exiliarse - por el miedo a ser asesinados - a más de un millón de argentinos.

Así se instaló en el país la más feroz dictadura que conocerá la historia argentina. Los únicos países que condenaron el golpe fueron el Panamá revolucionario del Coronel Torrijos, la China Comunista de Mao Tse Tung, la Libia del Coronel Ghadaffy y la Corea del Norte comunista de Kim Il Sung. 

E.E.U.U, Gran Bretaña, Israel, el resto de los paises del "mundo occidental y cristiano" y la U.R.S.S rápidamente reconocieron a los golpistas.