Fuente: Revista Anfibia de la Universidad Nacional de San Martín. Nota del año 2012 (el presente texto posee algunas modificaciones respecto al original)
Rafael
y Fernando Di Zeo, Mauro Martín, Maximiliano Mazzaro y Richard Fernández eran
amigos: jugaban al fútbol en el predio de Casa Amarilla y compartían los más de
$300 mil que la barrabrava de Boca recaudaba por mes.
La historia de La Doce
está atravesada por favores pero, sobre todo, por la traición.
Gustavo Grabia,
un periodista que tiene estrechos vínculos con las barras bravas de la Argentina, y ha sido siempre uno de los periodistas deportivos "estrella" del monopolio informativo de Clarín (y por ende un furioso militante antikirchnerista y por fuera de toda sospecha de escribir sus artículos en función de los intereses del gobierno nacional) nos sumerge en este mundo de
delincuentes socialmente bien vistos entre muchos hinchas y dirigentes del futbol, asociados en los negocios "paralelos" del fútbol con las cúpulas de las fuerzas policiales y tradicionales mercenarios a sueldo de determinados políticos nacionales. Y que por encima de todo, no tienen problemas en balear por la
espalda a alguien que les salvó la vida.
Maximiliano
Mazzaro está empapado de sangre, pero Fernando Di Zeo sabe que no puede llamar
a la ambulancia sin dar explicaciones, sin explicar cosas que un barrabrava no
puede explicar. Se agacha, carga al hombre con la camiseta de boca y lo lleva
hasta el hospital Argerich, que queda a seis cuadras.
Es
un domingo picante de noviembre de 2004. Debería hacer una temperatura más
templada pero Dios, el cambio climático o la propia realidad argentina,
transforman este mediodía en un infierno.
Faltan
apenas cuatro horas para que River reciba a Boca en el Monumental. Y Fernando
le pide a Mazzaro que aguante, que falta poco, que peor la pasó él cuando
recibió un balazo en el ojo en el superclásico de 2000 en Mar del Plata.
Es
la fecha 13 del Apertura y en La Doce juran: “hoy a las Gallinas les arruinamos
el torneo”. River pelea arriba con Newell’s y Vélez; y Boca aún sufre la ida de
Carlos Bianchi y con Miguel Angel Brindisi al mando, naufraga en la tempestad
del fútbol doméstico.
Es,
además, un buen día para hacer plata. Por cuestiones de seguridad a Boca sólo
le dieron 4.500 entradas. Unas 1.500 fueron a parar a la barra, que como entra
gratis las revende a valores exóticos.
Pero
hace un rato, cuando llegó el momento de hacer las cuentas, Mazzaro, capo del
grupo que viene desde La Matanza - con contactos fluidos con la Bonaerense -
recibió un pedido de Juan Castro, jefe de la facción Moreno, para que socialice
los ingresos. Unos podrían decirle pedido, otros lo llamarían amenaza.
Hace
un rato, en medio de la discusión, en el ingreso del tercer micro de los 14 que
integran la caravana, Castro sacó un cuchillo y se lo clavó profundo, a la
altura del riñón izquierdo.
Y
fue que los hermanos Di Zeo, Fernando y Rafael, que manejan con mano de hierro
a La Doce hace ocho años, llegaron de inmediato. Rafael se encargó de calmar la
situación. Fernando, ahora carga a Mazzaro. El capo del grupo de la Matanza no
habla. Quizá esté rezando. Quizá esté negociando si va al cielo o al infierno
por todos los pecados cometidos en La Boca y sus alrededores.
Una
semana después, saldrá del hospital. La única marca que le quedará es una
costura en el cuerpo. Castro será echado de la barra. Será el segundo favor que
le harán los Di Zeo a Mazzaro. El primero fue salvarle la vida.
***
En
Boca, la tarde del sábado 25 de febrero de 2006 sólo se soporta con un chapuzón
de por medio en la pileta. Mauricio Macri, presidente del club, hoy jefe de
gobierno porteño, está muy lejos de allí, quizá en su country, quizá en Punta
del Este. Mientras algunos van prendiendo el fuego para el asado lento, en Casa
Amarilla, la barra brava juega al fútbol.
Rafael
Di Zeo usa la nueve y le pasan la bocha como cuando Menem jugaba en la
Selección: al jefe nunca se le discute su falta de dribbling.
Sobre
la línea de cal hay un morrudito que juega para el equipo de los Di Zeo, por
ahora es el hijo pródigo del jefe. La oveja descarriada de la familia: hermano
de Gabriel, entrenador de boxeo de Rafael en el club Leopardi y uno de los
protagonistas de esta historia que empezó cuando él, Mauro Martín cayó preso
por robar un supermercado chino del barrio. La familia, como en cualquier cosa
nostra, le pidió ayuda al jefe de Boca. Rafael le puso un abogado de confianza,
llamó a quien hay que llamar y la carátula de la causa cambió: en los papeles,
el chino del supermercado pasó de ser robado con violencia a sufrir un intento
de asalto con arma de juguete.
Mauro
salió de prisión y como Rafael le vio pasta, se lo llevó a la cancha. Sin
saberlo, porque así se hacen cosas como ésta, estaba gestando a su Judas.
Pero
eso vendrá después. Esta tarde de febrero hay fútbol y nadie sabe lo que está
por venir. No piensan en Marcelo Aravena, capo de la facción Lomas de Zamora de
La Doce, que meses atrás dejó la cárcel tras pasar 12 años por el crimen de dos
hinchas de River (Angel Delgado y Walter Vallejos) en 1994. En que el lugar de
Aravena ahora lo ocupa Mauro. Ni en que la gente de Mauro le dio una paliza a
los de Aravena cuando quisieron acercarse a La Boca. No piensan en eso porque
el sol baja despacio, faltan veinte minutos para las ocho de la noche, y el
partido recién empezó hace media hora.
Por
Del Valle Iberlucea, a metros de Villafañe, se estacionan un wolvskwagen de
alta gama y una pick up. Los seis hombres que bajan están armados. Uno lleva
una escopeta de caño recortado. En cuestión de segundos reducen al guardia de
seguridad e ingresan al predio como un grupo comando. El Gordo Ale, que no
juega pero sigue el partido de sus amigos desde la tribuna, los ve y grita.
Los
barras de La Doce ya no son jugadores, son fugitivos buscando salvar su vida
mientras el grupo de Aravena descarga su artillería.
Las
armas apuntan a Mauro.
Cuando
pasa la primera ráfaga, un hombre grandote, con el pelo hasta la cintura y
pinta de ser malo de verdad, saca un 38 y se lo calza en la mano derecha, y un
45 y se lo pone en la mano izquierda. Richard William Laluz Fernández, “el
Uruguayo”, que lideró la toma del penal de Devoto años atrás y ahora está en La
Doce bajo el influjo de Rafa, va hacia donde está Mauro y lo cubre a fuerza de
balas. Él sólo dispersa a los de Aravena, los persigue hasta el ingreso.
Dos
meses después, para que no queden dudas acerca de su decisión, Di Zeo se ubica
en el paravalanchas junto a Mauro. Exponer deliberadamente la cercanía el
segundo favor que le hace. El primero fue salvarle la vida aquel 25 de febrero.
Porque
esta, aunque no lo parezca, es una historia de favores.
Aunque
muchos digan que no, que la de la barra de Boca es una historia de traición.
***
Aseguran
los violentos más viejos que las cosas no siempre fueron así. Que hasta
mediados de los 90, en La Doce había códigos que se respetaban. Pero la visión
nostálgica no condice con la realidad. La barra de Boca surgió a comienzos de
los 70, cuando Alberto J. Armando entendió los beneficios se tener un núcleo
fuerte, una especie de guardia pretoriana que lo protegiera y le espantara
opositores, le salía barato: entradas gratis, viajes por el continente para la
copa Libertadores, un asado por mes con el plantel, camisetas firmadas para
rifar y un pago en efectivo que cobraba puntualmente Enrique “el carnicero”
Ocampo, el primer capo capo de La Doce.
El
trato era beneficioso para ambas partes. Con el dólar barato de la dictadura,
el círculo de Ocampo (integrado por lugartenientes como el Capitán Varani,
Roberto Pechuga Ferreira y el Uruguayo Chupamiel) viajó con Boca para la final
Intercontinental y el jefe terminó cambiando auto y poniendo un negocio.
Ese
crecimiento lo observaba desde afuera José Barritta, que hacía cuatro años
venía frecuentando la segunda bandeja e intentó participar de los beneficios de
la barra. La respuesta fue negativa. Y eso generó la guerra, que se definió en
1981 a favor de la nueva sangre. El motivo, ayer, hoy y siempre, fue la guita.
Sentado
en un bar de barrio norte, Rafael Di Zeo, remera de Boca, jean gastados y esa
sonrisa pícara que no abandona, lo define simple.
- El
fútbol es un negocio de donde viven jugadores, dirigentes, representantes, los
periodistas, todos. Y a nosotros, que aportamos al espectáculo, también nos
corresponde una parte. Porque la tele nos enfoca a nosotros, la gente nos
quiere a nosotros, cuando se habla de fiesta y carnaval se habla de nosotros.
Entonces, que la pongan. Yo me llevo lo mismo que se llevaba José, Mauro lo que
antes me tocaba a mí, y esto es así. El porcentaje puede llegar como mucho a un
diez por ciento.
Lo
que los barrabravas no cuentan es que ese porcentaje se financia con
actividades ilegales.
La
Doce cobra por brindar protección a los concesionarios de comida y bebida del
estadio. El que no paga se expone a que le rompan los puestos, le roben la
mercadería. La doce tiene el estacionamiento en las calles de la ciudad, que
debería ser libre. La doce hace diferencias con la reventa de entradas y con el
manejo del merchandising ilegal de la marca Boca. Por sus manos también pasa la
plata de la venta de drogas en la Bombonera y sus alrededores, los tours de
turistas que quieren ir a la popular y el apriete constante a dirigentes y
jugadores: quien no paga se expone a que la vida se le complique.
La
Doce no recauda menos de un cuarto de millón de pesos cada 30 días.
Por
esa plata, todos roban, todos mienten, todos traicionan y todos matan en un
pueblo chico llamado Boca.
En
los últimos años se modificó la forma en que se llega al peldaño más alto
dentro de esa mafia. En los 80, la selección darwiniana ponía arriba al más
fuerte.
En
la nueva era, ya no importa el poder de los puños o la fuerza destructiva de la
bala, sino los contactos políticos, policiales y judiciales que permiten
negociar con los más altos estratos del poder. Alguien dijo que la mafia como
tal no existe en la Argentina porque en realidad, la mafia es el poder. Y ahí
están los hombres de La Doce, trabajando como fuerza tercerizada, para
ratificarlo.
***
La
noche del 13 de marzo de 2011, mientras la ciudad duerme, la facción de Rafa
festeja el cumpleaños de uno de sus integrantes en el restaurante del cabaret
Cocodrilo. La mesa del fondo está preparada. Las chicas bailan en el caño, Rafa
pide otra ronda de champagne.
Los
Di Zeo salieron hace poco de prisión y están esperando el momento justo para
retomar el control de la barra. Ahora, La Doce está en manos de Mauro Martín y
Maximiliano Mazzaro, aquellos a los que les hicieron favores se quedaron con la
tribuna cuando en 2007 los hermanos fueron presos por una emboscada a la barra
de Chacarita.
El
Uruguayo Richard Fernández, aquel que por orden de Rafael le salvó la vida a
Mauro en la canchita de Casa Amarilla también estaba preso: cuando Mauro y
Mazzaro viendo que cada vez tomaba más poder en la popular, lo vendieron a la
Bonaerense. Pero salió, también quiere la barra y hoy cree que una alianza con Rafael
es el vehículo indicado para el regreso.
El
Uruguayo estaciona su camioneta en la playa que está sobre la calle Gallo.
Cuando está por entrar, el de seguridad le avisa que Rafael está adentro. El
uruguayo sonríe: a eso justamente vino. Pero la noche no terminará como la
había pensado: cuando se acerca a la mesa del fondo, la charla sube de tono y
lo invitan a retirarse. Masculla bronca, suelta una amenaza y se da vuelta
rumbo a la puerta.
Las
chicas siguen bailando con música de Black Eye Peas.
En
la barra de Boca no todos son favores. Richard no consigue hacer más de diez
pasos que siente la quemazón en la espalda: tres balazos se le clavan en la
espina dorsal. La Doce huye mientras las chicas se refugian detrás de los
sillones acomodándose los corpiños. A Richard lo operan dos veces en el
hospital Fernández y le salvan la vida. Quedará en silla de ruedas desde
entonces. No hay lealtad en el mundo del crimen.
Barra
de BocaCOL
El
17 de julio de 2012, el Tribunal Oral Seis absuelve de culpa y cargo a los 12
barrabravas de la facción de Rafael Di Zeo, acusados de asociación ilícita.
Desde el banquillo de los acusados, camisa blanca y pantalón pinzado, Rafael
sonríe. Luego, me dirá:
-
¿Viste que soy bueno?
Afuera
de Tribunales esperan 400 miembros de su barra. Apenas lo ven se desata una
especie de Stone manía. Es una mezcla de Jagger y Richards. La Policía corta la
calle y como si Boca hubiese ganado la Intercontinental, hay marcha hacia el
obelisco. Cantan: “Es la barra de Rafa, la que vuelve de las vacaciones, vamos
a matar a todos los traidores”.
Muchos
se sacan fotos, como si fueran un atractivo turístico y no una horda de
delincuentes esperando el momento para actuar. Desde los balcones vuelan
papelitos y algunos se animan a cantar con los barras.
-
¿Y? ¿Soy culpable o inocente? Si yo tengo que ir preso por pelearme por Boca,
todos estos también me tienen que acompañar, igual que todos los que en la
cancha cuando hay lío, gritan ‘y pegue, y pegue, y pegue Boca pegue’”, dice y
sonríe.
Es
ídolo y lo será hasta que una nueva muerte indigne al ciudadano y lo rechace un
tiempo, hasta olvidarse de lo ocurrido y pida de nuevo por él.
Preocupado,
Gustavo Lugones, subjefe de la Unidad de Coordinación de Prevención de la
Violencia en el Fútbol del Gobierno y uno de los máximos especialistas
argentinos en la materia, dirá en su oficina de Palermo que el problema es muy
complejo. Que por un lado, hay una mafia organizada, enquistada en los clubes,
con apoyo político y policial que vive de ellos. Pero que, sobre todo, está el
conjunto de la sociedad que los aprueba.
- Eso
tiene una explicación: el hincha ya casi no puede identificarse con los
jugadores. Porque la mayoría son malos y cuando aparece uno bueno, que pinta
para ser ídolo, lo venden a los seis meses a Europa. Entonces se rompe el
proceso de identificación y ese lugar queda para los barras, que pase lo que
pase siempre estarán ahí, en el estadio, agitando la bandera. Quedaron como
refugio de identidad en un país que perdió sus proyectos colectivos.
***
Un
año y doce meses después de que balearan al uruguayo, Boca juega en Santa Fe
contra Unión. A las cinco de la mañana, desde distintos puntos del conurbano,
arrancan 16 micros escolares: recién se unirán pasando Campana. Son 900 soldados
identificados con Rafael Di Zeo, dispuestos a todo, desesperados por retomar el
negocio de la violencia en el fútbol.
Es
la segunda vez. La primera, en noviembre del 2011, durante un partido contra
Atlético de Rafaela, terminó mal. Una fracción de la barra, la de Mauro, en la
tribuna tradicional, la que da a Casa Amarilla y otra, la de Rafael, en la
bandeja de enfrente, la que da al Riachuelo: y al final, los dos líderes con
una causa judicial.
Pero
hoy, 25 de agosto de 2012, eso es historia.
La fracción
de Mauro, tiene apoyo de la policía federal y la bonaerense, pero en Santa Fe,
en el interior del país, la historia es otra y los 900 soldados de Di Zeo lo
saben, apostados en la autopista Rosario-Santa Fe, esperando por su presa.
La
presa es Mauro, en una camioneta cuatro por cuatro, delante de nueve micros, en
el kilómetro veinte. Uno antes del puente.
Cuando
los 40 tiradores apostados en el techo del puente ven la caravana disparan a
repetición. La policía llegará tarde. Hay siete heridos de gravedad. Uno de
ellos es Mauro, un balazo le perfora el intestino grueso. Esta vez le volverán
a salvar la vida, pero no los Di Zeo ni el uruguayo sino los médicos del
hospital Provincial de Rosario.
El
círculo cierra perfecto: todos tienen un balazo, todos tienen un paso por la
cárcel, todos tienen una traición en sus alforjas. Eso es la mafia barrabrava:
el ascenso, el poder y la caída de los viejos códigos.
***
28
de octubre de 2012. Hay otra vez superclásico en el Monumental. Pasaron ocho
años de aquel en que Mazzaro salvó su vida gracias a los Di Zeo. Ahora, el
cerebro de la barra es él. Faltan tres horas para que comience River-Boca, el
partido que según todos los fanáticos del mundo nadie puede dejar de ver. La
Doce está a punto de salir en caravana.
El
ritual es más siniestro que festivo: velas, un cajón mortuorio pintado con los
colores de River, una corona que despide un olor nauseabundo por culpa de los
32 grados e hinchas vestidos de fantasma pero que en cuestión de minutos
mutarán el traje a miembros del Ku klux Klan. Son 1.200 dispuestos a todo. Van
a viajar en varios vehículos, entre ellos los tres micros descapotables que usa
el plantel para pasear por la ciudad cada vez que sale campeón. A las dos de la
tarde, la caravana arranca. Torsos desnudos, cabeza afuera, pirotecnia y un par
de tiros suenan en el aire.
Mauro
Martín, el jefe de la barra, va al frente. Por sus antecedentes violentos tiene
prohibido ingresar a los estadios pero está ahí, como si fuera el jefe de
gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, ordenando a la Policía dónde se tiene
que poner para custodiar el paso de esta jauría hambrienta de violencia. Que
cuando divisa su presa, estalla.
No
pasaron 30 cuadras y tres muchachos con la camiseta de River pretenden cruzar
la calle. Desde el primer vehículo los barras se bajan como buitres y los
muelen a palos. Después, les roban las camisetas y las queman. La Policía mira.
Las imágenes recorrerán el mundo. En el cortejo fúnebre, la barra provocará
cientos de destrozos y una vez ya en la cancha, apenas River se pone 2 a 0, se
enfrentará con los guardias de Seguridad y arrojará a dos de éstos al vacío:
caerán unos 5 metros, pero se salvarán.
Cuando
termina el partido, el raid delictivo seguirá por los comercios de la zona. Al
finalizar la jornada, habrá 80 heridos, 24 hospitalizados, y ningún detenido.
El club dirá que el operativo fue un éxito y muestra la foto de Mauro Martín
cuando es rechazado para ingresar al estadio, por el derecho de admisión. Raro,
en el tumulto adentro de la popular a más de uno le habrá parecido verlo. 24
horas y 1.200 fotos después, Mauro Martín quedará escrachado, cuando tras estar
escondido durante todo el partido detrás de sus soldados, se sube al
paraavalanchas justo cuando Boca empata el partido sobre la hora. Lo traicionan
sus ansias de poder y su percepción de la impunidad. Es un escándalo nacional.
***
A
las 10 de la mañana del 19 de noviembre de 2012, Mauro llega puntual al juzgado
que está sobre la avenida Cabildo. Pone cara de malo y todo lo que me dice es
“con vos no hablo”. Lo esperan para condenarlo por todo lo que pasó en el
superclásico. La audiencia dura cuatro horas. Cuando sale, sonríe y no dice
nada. Se sube a un auto importado que lo espera en la puerta y se pierde por
Cabildo, rumbo a la General Paz. Debe viajar relajado: por todo lo sucedido, le
acaban de aplicar una multa de 1.000 pesos.
Pero
ese triunfo, será su perdición. Favor con favor se paga y le piden que movilice
a la barra para dos actos políticos oficiales. Mauro dice que sí mientras
cuenta la plata, y por el otro teléfono negocia con la oposición. La Doce es un
banco que cobra por todas las ventanillas. Pero su línea está pinchada. Y la
vieja causa del crimen del vecino de su cuñado que estaba cajoneada,
extrañamente recobra vigor a un año y medio del hecho.
La
historia es ridícula: el pequinés de un vecino de Gustavo “Pechito” Petrinelli
usaba como baño el frente de su casa. Cansado de limpiar el canil, Pechito pide
ayuda a alguien que, sabe, puede ayudarlo a solucionar el problema y llama a
Mauro. Fue un error: donde hubiera bastado un susto, hubo un crimen.
El
perrito no orina más en la casa de Petrinelli, pero Mauro termina preso.
En
su declaración, dice que él no fue, que al vecino lo mató otro barra, Daniel
“Pety” Whebe. Y que quien lo llevó hasta ahí fue Maximiliano Mazzaro. Para
zafar, entrega a sus dos máximos compinches. La Doce decidió expulsarlo de la
barra. El juicio popular dictamina traición.
Mauro
cae preso, se siente traicionado y traiciona. Desde el teléfono del penal,
habla más de lo que debe y se arma una megacausa por asociación ilícita que
tiene a dirigentes, políticos, barras y jugadores en la cornisa.
El
calvario comienza a sentirse en la piel de La Doce. Mazzaro, verdadero cerebro
de todo, pasa a la clandestinidad aunque sólo para las fotos. En el debut del
torneo frente a Quilmes, demostrando su nivel de poder, dirige los movimientos
de la barra desde un helicóptero. La Policía dice que lo busca pero él camina
por Laferrere sin ocultarse. El escándalo crece porque un arquero famoso, Pablo
Migliore, va preso acusado de ayudarlo para que siga prófugo.
Aún
prófugo, la única preocupación de Mazzaro, parece, es no perder el control de
La Doce. Sabe de traiciones. Por eso, ante el avance Carlos Santa Cruz, un
barrabrava de la zona de Virreyes, habla con la dirigencia de Boca. Pide que en
el paravalanchas estén sus hombres de confianza: Luis Arrieta y Fido Desbaus.
La
Comisión Directiva y la Policía le conceden el deseo. Y mientras todo el mundo
lo busca, Mazzaro ya lleva cuatro meses manejando todo desde un teléfono. En el
medio, los negocios crecen y, gracias a la Copa Libertadores, la facturación ya
alcanza los $ 400 mil mensuales.
Al
fin de cuentas, no importa quien los corra, los persiga o los pelee, La Doce,
como siempre, una vez más vuelve a ganar.
